Imagina que me recomiendas una película

Imagina que me recomiendas una película, la vi y no me gustó. Trata de un suicidio y no sé si me estás mandando un mensaje o sabes que yo lo he estado pensando.

Te escribo para vernos y nunca puedes venir. Me quedo ilusionado en esa banca del parque en la que durante un otoño se nos acomodó muy bien a nuestras caderas. Y no llegas. Me mandas screen shots de tu agenda llena, la cual antes ignorabas con tal de acabar con un orgasmo encima. Es la vida, dices. Es la muerte, contesto. 

Imagina que bailamos en un bar del centro, hay luna llena. Suena rock en español que tú conoces mejor que yo, te puse un clavel rojo artificial en tu vestido, mi incredulidad de tener mis manos en tus caderas es más grande que la fama del cantante argentino que suena mientras bailamos como si fuéramos a morir esa noche. Yo, tú, no importa pero alguien metió la lengua a la boca del otro y fue como aprender a nadar: intenso, divertido, nuevo. Empiezas a cantar la de Knowing you Knowing me y viajamos al pasado.

Una vez dijimos que si necesitábamos ayuda, sólo mandáramos un mensaje, a lo mejor estábamos pedos. A lo mejor no sabíamos lo que es la vida a estas alturas: una lluvia de estrellas muriendo, momentos naciendo y muriendo en segundos, suerte y pendejadas así. Me gusta escucharte cuando hablas de tus gustos, tus libros. Me gustas.

Te me apareces en las nubes, recuerdo tus ojos, tú viéndome temblar cuando me tocas. Recuerdo tus miradas de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo. Jugamos a hablar idiomas que no conocemos. Inventamos bebidas, lugares, aventuras. Nos tirábamos al piso abajo de la mesa del comedor y hablábamos por horas, ahí un día me diste una mala noticia.

Imagina que te quedas con mi perro.
Imagina que sólo tú crees en mí, pero no nos podemos ver, por una cosa, por otra, por la chingada. Imagina que pasa el tiempo y luego te arrepientes (todos nos arrepentimos) de algo, de lo dicho, lo callado, los actos, lo no hecho, y seguimos igual de jodidos de lunes a domingo.

Imagina que quiero llamar tu atención pero he fallado duro. No importa si abiertamente te digo que necesito verte o te mando el link de una canción o pongo un anuncio en avisos de ocasión, o pinto un mensaje enorme con gis en la calle que pasas todos los días rumbo a tu trabajo. 

Imagina que estamos en España, acurrucados en la cama te cuento una historia de un náufrago mexicano, un humilde pescador que lo atrapó una tormenta en el Pacífico, que lo dieron por muerto, y después de más de cuatrocientos días llegó en unos pedazos de madera a las Islas Marshall, para acabarla de chingar nadie le creyó, regresó a su casa y se dio cuenta que su esposa ya se había casado con su mejor amigo. Y nadie le creyó nada.

Un café jugando a vernos en silencio, rozando nuestros pies.
Caminamos por el centro viendo las fachadas de los edificios, apostando besos a quien acierte a la hora del atardecer. Saludamos a extraños, cedemos el paso. Nos besamos mientras los semáforos están en rojo. Miramos a las personas a los ojos, se asustan. Dos policías, nos detienen, no pueden formular ningún delito, nos piden los pasaportes, nos reímos. Nos aguantamos las ganas de decir que se los podemos meter por el culo, pero nos callamos porque ya nos imaginamos cogiendo de nuevo mientras dejamos de escuchar el discurso de los oficiales. 

Jugamos escondidas en un Museo.
Un concierto de Sabina y de sorpresa invitó al escenario a Fito. Dijiste que ese era el mejor momento de tu vida, yo me quedé callado recordando todos los orgasmos que hemos armado. Cantamos, gritamos y lloramos tomados de la mano, rezamos a todos los dioses que la noche no terminara.

Una obra de teatro al azar, temblamos. Una comida de seis horas. Cuatro botellas de vino tinto, las verdades salen más baratas. Recitas a poetas latinoamericanos y me gustas aún más. Un partido de Frontenis, en donde te convenzo a apostar cien Euros al menos favorito, a la pareja que trae las palas azules. Guardamos silencio mientras nuestras rodillas se tocan, cuando el público aplaude, nos besamos. No supimos quien ganó. Jamón Serrano. Cerveza. Vino. Ópera. Tú. Buscamos la casa de Benjamín Prado. Encontramos un torneo clandestino de ajedrez. Un partido de fútbol, el cual nos importa una madre y acabamos teniendo sexo en el baño de mujeres. Me gusta cuando bajas la mirada porque algo que dije te emocionó. Me gusta poder detectar, con solo verte, cuando estás ovulando.

Corremos a un lago, en nuestras mentes lo convertimos en un océano que silba poesía de Cortazar, nos metemos hasta mojar nuestras rodillas raspadas. Amanecemos en otro hotel. Hay café. Estás tú. Es la vida perfecta. Me cuentas de la noche que nos conocimos en un restaurante de lujo, tú dices que era Chicago, yo digo que era Nueva York, pero no importa porque recordamos lo que le pasó a nuestras pieles esa primera vez que se rozaron.

Dijiste que te hablara en una hora, me quede sin pila, no supe de mi en toda la noche. No supe de ti. Pasaron los años. Estuvimos al mismo tiempo en Sao Paulo pero lo descubrimos desde nuestros vuelos de regreso al ver nuestras redes sociales. No hicimos nada al respecto. Cómo si no nos importáramos. Cómo si el avión se fuera a caer. Como si fuéramos la película de Serendipity y tuviéramos la certeza que en diez años nos volveremos a ver. Cómo si fuéramos inmortales. Cómo si le fuéramos a ganar al tiempo, a las células muriendo, o a la indecisión, o a la comodidad de lo tibio, lo banal, lo gris.

No supe de mí. Hay décadas escondidas en días.

Imagina que me recomiendas una película, la vi y no me gustó. Imagina que te pido que veas otra para que sepas cómo me siento, pero no la has visto. 

Kato Gutiérrez, © 2025

DIJISTE QUE ERAS DE COSTA RICA II

Aún era Madrid. Aún éramos tú y yo.
Ahora en un parque donde el sol se regodeaba en lo imposible de tu cuerpo.
Tú con unos pantalones negros y una blusa sin mangas. Yo no recuerdo nada de mí. Te sentaste con las piernas abiertas. Te meneabas. Juraba que tu pelvis me gritaba, pero tú hablabas de problemas que yo no quería escuchar. 

Tu cabello era irreal, cada hilo amarillo era una provocación, murmuraban gemidos. Tomábamos café. Era una mañana de algún día. Yo sólo quería hablar sobre tus ojos. Intentar hacer magia. Pero no parabas de hablar. Y yo perdido en tus hombros desnudos. Quizá estabas diciendo todo lo que tenías que hacer. No tengo ni una idea de lo que hablabas. Estaba inmóvil ante tu pose. Tú, reina del lugar. Las piernas abiertas gritándome que era un pendejo por no tirarme sobre ti. Y sí lo era. Tus hombros desnudos haciendo coro a la declaración de las piernas. Y yo que no podía ver tu mirada triste porque traías lentes oscuros.

Creo que preguntaste a qué me dedicaba. Tu voz era un hechizo. No entendía nada. Quizá hablabas ruso. Tal vez dijiste que me recordarías por la forma en que te abracé y yo que no podía dejar de pensar en lo que hicimos en el piso del cuarto del hotel.

Con el rumor cercano de los peatones de Madrid que siempre me han sonado familiares recordé cuando te tuve contra la pared y la mancha de sudor que ahí dejaste. Perdido, recordé como gemías. A lo mejor me hablabas de planes. Dijiste que eras de Costa Rica. Dijiste que eras modelo. Y yo no supe qué decir. Yo había olvidado mi mundo.

Pregunté algo y dijiste que no podías responder eso. No hagas preguntas, contestaste. No seas como los demás. Ahí volví un poco a mi mundo, al Madrid que de pronto me olió diferente. A lo lejos se escuchaban gritos y palabras de personas felices. Me propuse nunca más hablar. Pero esas piernas abiertas escondidas en tela negra ahí seguían, las abrías y cerrabas con un meneo desafiante.

Decías que en Costa Rica había ríos y tirolesas enormes, y yo no podía dejar de recordar el surco de tu espalda baja, y cómo mi mano se había acomodado ahí la noche previa.

Me dijiste que no hablará de futuro, pero yo quería hablar de lo pasado, de cómo te había creado sonrisas con mis manos. De cómo nos habíamos despertado en la madrugada sólo para ver nuestros cuerpos llenos de salitre. Para hablar de lo que hicimos en el piso. De nuestras rodillas talladas. Para ver la luna en silencio.

De pronto dijiste que te irías, que regresarías a Costa Rica y en ese momento me cayó una tormenta de mierda de todos los putos pájaros y cuervos de Madrid. Pensé que nunca iba a poder olvidar tu nombre. Escupí el café. Quería dos mil tragos. Y tú sonreías tranquila. Fluías mientras yo estaba atorado en ti, en esa mierda de aves, en ese Madrid que hedía putrefacto con tus palabras que me habían explotado en mi cara.

Tuve el valor de preguntarte ¿después qué?, suspiraste y meneaste la cabeza, yo recordé como moviste tu lengua la noche previa. Y pensé que todo era una putada. Iba a buscar a cuantos kilómetros estaba Costa Rica, pero sonreíste y dijiste que no hiciera eso mientras pusiste tu boca en mi oreja y tus uñas en mi nuca. ¿Después qué?, repetiste, mientras exhalabas un aliento cargado de millones de gardenias que restregabas en mis ojos tímidos. Te veías indestructible mientras yo me derrumbaba. Me llegó la idea de hablarte de usted, pero por suerte no lo hice. Imponías. Nunca hay después, dijiste. Millones de putos cuervos madrileños se burlaban desde todos los árboles del parque. Y yo que moría por chupar tus hombros.

Prometimos no hacer el momento más trágico, pero obvio mentí. Mencionaste que no era necesario tanto drama, que éramos adultos. Envidié tu simplicidad. Me distraje captando que a partir de ese momento vería tu rostro en el de todas las mujeres. Tu fantasma me seguiría en cada cama. En cada rosa. En cada sonrisa.

Pusiste tu mano en mi pecho mientras decías algo que para variar no entendí. Ya era de noche. Millones de luces parpadeaban. Todo se movía. Palmeaste varias veces mi corazón. Anda, ve, dijiste con aplomo mientras lloraba como un chaval.

Me fui deambulando. Jalando aire y mocos. Caminé como borracho durante toda la noche. Madrid vacío. Parecía otra ciudad a la de aquella noche en que nos conocimos en un bar. El silencio apestaba a promesas fallidas. Dos luciérnagas pasaron cagadas de risa.

Ahora vivo de una forma extraña. Abrumado por sonido del dolor. Recuerdo cómo movías tus piernas escondidas en esos pantalones negros. Sólo pienso en ti.

Kato Gutiérrez, © 2021

DIJISTE QUE ERAS DE COSTA RICA

Fue en un bar de Madrid. Dijiste que eras de Costa Rica. 
Dos cervezas en la barra. Tu cabello me encandilaba. Lo imaginé empapado. 
Me quede callado y pensé una larga historia en la que con los ojos nos entendíamos.
Mojé mi boca con cerveza, fantaseé que era tu sudor.
Sentía conocer esa sonrisa. Me dio miedo que fuera un sueño.
Dijiste que eras modelo mientras sonaba una canción de Andrés Suárez.
Vi como acordes en tus ojos. Quise acercarme, pero sólo pude moverme unos centímetros.
Olías como a una canción. 

Estaba en Madrid, en un bar con una modelo de Costa Rica.
Dijiste algo arrastrando lento y suave las erres y mis rodillas suspiraron, además, no entendí nada. Estaba distraído calculando cuanto tendríamos que caminar para llegar a mi hotel. Contaba las sílabas que tenía que juntar para invitarte. Pero no lograba salir del hechizo de tu boca amplia y de esos dientes tan blancos, tan improbables. Me escaseaba la audacia.

Se me ocurrió pintarme mi cuerpo por ti. Claro que me rayaría tu nombre en mi antebrazo. Era Madrid. Eras tú. En la segunda cerveza dijiste que preferías la música de Ismael Serrano. Yo intenté acordarme del nombre de algún trovador mexicano, sobre todo el que en una canción dice algo de unos brazos de sol, pero tu jeans rojo y tu simple tshirt blanca eran imponentes. Pensé decir que te inventaría una vocal. Consideré ponerme de rodillas y murmurar algo como si fueras una virgen, pero nunca he sido bueno para la poesía.

Supuse que alguien te extrañaba, pero decías tener un clóset grande, blanco, con pisos de madera, lleno de focos y espejos. Cientos de zapatos, eras modelo. Pensé en los miles de hombres que han muerto por ti. 

Preguntaste por mi hotel y lloré. Miré a las esquinas del techo buscando cámaras. Alguien cómo tú y alguien como yo. Aseguraste que ya me habías visto en otra vida. Entonces dudé más. Decías que te gustaba mi olor. La cerveza hacía brillar más tus labios rosas y delgados. Cuando hablabas yo escuchaba canciones. Y movías la cabeza para echar tus largos cabellos atrás de tus hombros. Y yo queriendo ser tu espalda. Y yo con la quijada dura y los cachetes calientes.

Tenía sed. Ha de ser la suerte que deshidrata. Pensé que era más probable que entraran Sabina y Milanés a que tú estuvieras ahí conmigo. Tan alta. Tan bella. Tan flaca. Pensé en decirte perfecta después de la quinta cerveza, pero me dio medio equivocarme, tartamudear y acabar diciéndote pendeja. He perdido tanto por hablar, entonces busqué los silencios. Escuché cantos de delfines mientras imaginé chuparte tu oreja.

Pediste la cuenta cuando ponías tu mano tibia sobre la mía. El barman tampoco lo creía. Me mató con sus ojos españoles. Nadie podía creerlo. Dudé cómo sonaría si te decía nena, mientras te regresaban tu American Express. Dijiste que te encantaba mi plática y yo no sabía lo que estaba sucediendo.

Tus cabellos amarillos sobre las sábanas blancas parecían una obra de arte. En mi mente había música. Vi botellas de Champaña, y unos cigarros light. Trataba de salir de mí para vernos de lejos, mirar esa imagen tan irreal y grabarla en mi memoria. Alguien cómo tú en mi cama. Era tan injusto que tuvieras pecas en tu pecho. Y unas pestañas tan curvas y tan grandes. Y una sonrisa tan ingenua. Y tú tan exacta. Tan precisa. Tan perfecta. Creo que vi un tatuaje minúsculo. Y por algún motivo decías, entre risas, que yo hacía todo bien. Yo no recordaba mis palabras, ni el color de tus ojos. Sólo tenía tanta fe. Trataba de seguir haciendo lo mismo, sin saber lo que era. Esa cuenca arriba de tu boca. Tu pelvis simétrica. Ese tímido lunar en una de tus mejillas.Tus piernas tan largas. Decías que eras modelo. Intentaste contar cuantas fotos te habían tomado mientras reíamos como jóvenes. Levantamos las piernas al techo. Nos embarramos los cuerpos. Jugamos a ser otros. Tiramos las sábanas al piso. Sentí que eras un bosque cuando salió el sol y estabas sobre mí. 

Dijiste que eras de Costa Rica. Dijiste que eras modelo.

Kato Gutiérrez, © 2021