Cervezas tibias

Hace unos años estaba en San Francisco, en un viaje de trabajo. En la noche me vi con un viejo amigo que llevaba años viviendo allá, lo conocí cuando estábamos en la primaria, son de esos ves poco, pero como quiera les dices amigos de toda la vida, de los que sabes que si te defenderían en alguna pelea campal.

Caminábamos por el centro de  la ciudad, ya casi vacía, eran como las nueve de la noche, al parecer en ese país las ciudades se duermen temprano, aunque nunca apagan las luces de los edificios. Nos paramos en un crucero y a pesar de que no pasaba ningún auto, él me recomendó esperar la señal de avanzar del semáforo para peatones. Luego señaló hacía una fachada que dijo ser una fábrica de chocolates de una marca famosa, en la parte superior salían tres chimeneas que aventaban mucho humo. Un pordiosero pasó caminando a mi lado, gritando me pidió unas monedas, me asustó y guardé silencio. Lo escuché escupir algunas maldiciones mientras se sentaba en la banqueta, a un lado había un monumento de unos soldados celebrado la libertad de ese país. El pordiosero encendió un porro. Ahora yo quería pedirle a él. Sonó una sirena, yo por reflejo me estremecí, crecer en el norte de México deja memorias en los músculos, pasó una patrulla con las torretas encendidas, el pordiosero no se asustó, incluso sonrió mientras elevaba sus brazos, exhalaba humo por su boca y sonreía como Bob Marley. Mi amigo tampoco mostró alguna sorpresa, solo siguió caminando.

Llegamos a un restaurante en donde había Jazz en vivo y vendían hamburguesas. Tres mujeres reían en una mesa cercana, una de ellas, güera, tenía el vestido más horrible del lugar. Servían piedad en cervezas tibias. A lo lejos se veía algunos focos del Golden Bridge. La música era mediocre, el trompetista era republicano. Después de unos tragos las tres mujeres se acercaron a nuestra mesa, traían sus tarros vacíos, vestidos abiertos, y escotes caídos.  Supuse que eran de Checoslovaquia. Como si estuviera en el Indio Azteca levanté mi mano derecha pidiendo cervezas para todos, pero el mesero, uno que tenía toda la finta de ser ruso, me ignoró. Mi amigo, conocedor de la costumbres californianas, se levantó de la mesa y en la barra, con amabilidad pidió tres jarras de cervezas. Mientras tanto, yo intentaba recordar alguna frase en algún idioma de Europa del Este, aunque era claro que no iba a servir de nada. 

Cuando mi amigo regresó a la mesa ya había varias manos en entrepiernas. El jazz era lo de menos, la boca en los tarros de cerveza era lo de más. Besos entre casi todos, mi amigo solo observaba. Yo veía de reojo hacia todos lados. Chequé que trajera en mi pantalón el celular y la cartera. Mi amigo no sabía qué hacer con sus manos, ni con sus ojos. Se levantó de la mesa y regresó, según yo, sólo unos minutos después. A su regreso ya habíamos intercambiado lugares, la güera del vestido horrible, estaba sentada con sus piernas abiertas en mi regazo, sus piernas ahí se sentían bien. Las otras dos bailaban como universitarias borrachas y chifladas en un pasillo. Mi amigo me dijo al oído que ya había pagado la cuenta y que se tenía que ir. Me deseó suerte, yo de pinche mala copa no lo bajé.

Lo siguiente que supe fue que yo estaba tirado en los escalones exteriores de la entrada del restaurante, el sol aparecía entre los edificios, sólo tenía el pantalón, todo lo demás me faltaba.

En el empeine de mi pie derecho estaba escrito con plumón un número de teléfono. Los rayos de sol me violaban los ojos. Mi craneo tronaba, una voz interior no paraba de decirme que era un pendejo. Apenas me enderecé y apareció sobre la calle mi amigo en un Tesla rojo. Me sonrió, la puerta del copiloto se abrió de manera automática, hizo un movimiento con su cabeza invitándome a que subiera. Me incorporé con dificultad, di dos pasos cuando detecté una sonrisa falsa en mi amigo, me detuve, el seguía con esa cara llena de incertidumbres. Tomé aire para lograr decirle ve y chingas a tu madre, y me fui caminando muy despacio sobre la calle que tenía una pendiente muy fuerte hacia abajo. Me dolían los pies, no había dado diez pasos y vi al pordiosero que fumaba un porro y tarareaba Cry Baby de Janis Joplin.

Kato Gutiérrez, ©2020

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