
Juan estaba con su torso recostado sobre la vieja y alta mesa de madera de la cantina, una cantina igual a como supuestamente eran en el viejo oeste. Intentó enderezarse, pero no lo logró. Estaba débil. Veía todo borroso. Ni siquiera podía identificar el tipo de música que sonaba en el lugar. No recordaba haber tomado tanto; los borrachos nunca lo hacen. Batallaba para mantener sus ojos abiertos. Cesó su intento de levantarse, luchaba por no quedar dormido en esa cantina, llamémosle del viejo oeste.
El piso era de madera, lleno de polvo. Junto a la pared derecha había una pequeña escalera, de donde bajaban dos damas con harta pintura carmesí en sus labios y mejillas. Portaban vestidos corset muy cortos y muy rojos para la época. Cintas apretaban y levantaban de forma espectacular sus senos. Acompañaban a un viejo que traía una sonrisa que solo el sexo puede dar. El viejo venía cansado, pero feliz.
Al lado de la escalera había un viejo piano de madera. Lo tocaba con ahínco un señor flaco, de dedos muy veloces, que cubría su calvicie con un pequeño y redondo sombrero de vieja tela gris.
Llenaba el ambiente con activas notas de música de salón del viejo oeste, de esas que hartan después de tres minutos. Pasaron algunos minutos y Juan no podía levantarse a pesar de que él del piano invadía el ambiente con The Entertainer de Scott Joplin. El viejo y polvoso piano aguantaba los fuertes embates de las veloces manos del pianista, de igual forma que las caderas de las damas soportaron los del viejo hace unos minutos. La tonada del trillado ritmo intentaba recordarle algo a Juan, pero ese día su memoria no funcionaba.
Del otro lado del lugar, se encontraba la barra. Atrás de ella un señor alto, muy delgado, de amarillo cabello largo. Traía un sombrero de ala grande pero muy delgado, de piel negra. Vestía un chaleco también de piel negra sobre su camisa vaquera de color amarillo. Como muchos cantineros, no hablaba nada y tenía la mirada pesada, como si te estuviera leyendo la mente. Cuando Juan lo vio pensó en irle a preguntar que veía en su mente.
¿Por qué todas las canciones de música del viejo oeste se parecen? ¡Que alguien pare la música, chingados! Juan seguía viendo todo borroso, y descubrió el dolor de cabeza que le invadía. De pronto, entre su visión nublada en donde la mayoría de lo que veía era polvo y madera vieja, digamos tonos café claro y grises oscuros, surgieron unos tonos muy rojos; eran los labios de una de las damas que recién había bajado las escaleras. Le preguntó si no le iba a invitar una cerveza. Apenas se pudo enderezar para voltear a ver al cantinero. Con las cejas le pidió una cerveza; los cantineros entienden cualquier tipo de señas. Ella apestaba a perfume barato, sudor y sexo. Con su presencia en esa mesa, Juan sintió más calor. Por fin pudo enderezarse un poco sobre la mesa, vio hacia su cintura buscando una pistola para callar al del piano, pero Juan no portaba pistola. El piano seguía aportando su molesto ritmo cuando la dama le preguntó a Juan si quería repetir lo de la semana previa. Juan no recordaba nada, como buen borracho. Al abrirse la puerta de vaivén entraron varios rayos de sol, como pudo, Juan, volteó al frente de la cantina y buscó los caballos percherones de Budweiser, pero no encontró más que una calle terrosa. Bien pudiera estar en cualquier salón del estado de Nuevo México, dos siglos atrás, o bien, en un bar temático en Epcot. De nada estaba seguro. Bien pudiera ser un pionero en camino al oeste en busca de oro. Bien pudiera ser el sheriff del condado, o el peor villano. De nada estaba seguro. Bien pudiera ser un padre de familia huyendo de la monotonía o un conquistador en busca de cualquier cadera. De nada estaba seguro
Juan no pidió cerveza, pidió un Seven Up enfriado en hielo. El cantinero le mandó un pequeño plato de papas fritas, unas simples Sabritas con sal. Primero las papas, luego el Seven Up. La dama con cerveza en mano y habiendo comprobado el estado de Juan, huyó de la mesa. Sólo Juan y las papas. Si tan sólo él del piano dejara de tocar esa mierda. ¿Cuándo inventaron la música country? A Juan le urgía otro ritmo. La otra dama ya iba subiendo las escaleras con otro caballero. La que visitó a Juan, ya recibía otra cerveza en otra mesa. El cantinero apuntaba y sonreía sin separar sus dientes, con los que detenía un palillo viejo. El viento llevó un olor a estiércol de caballo cuando Juan terminaba las últimas dos papas, no pudo comer solo una. Estaba listo para el Seven Up enfriado en hielo. Era más la sed, que la grasa en sus dedos. Le encantaría tener una pistola y darle en la madre al piano. Pensó en pagarle al pianista para que callara, pero no recordaba cuanto dinero tenía. Por alguna extraña razón la sal de las papas le había regresado la visión y la energía a Juan, quien al menos ya estaba enderezado, pero seguía sin saber que hacía ahí. De nada estaba seguro. Tenía la esperanza de haberse voluntariado para ser parte de alguna atracción de Disney en donde se mostraba el desarrollo de la humanidad ¡que alguien apague el switch!
Al siguiente instante, apareció una hermosa botella verde, de vidrio, con pedazos de hielo deslizándose sobre su figura. Bendito Seven Up. Pequeñas burbujas salían al ambiente. Juan no se atrevía a tocarla, no la quería calentar. Pinches popotes, ahora entiendo. La sed le ganó, dos deliciosos tragos. Al regresar la botella a la mesa, la música paró. La música paró cuando otros rayos del sol entraron junto con quien parecía ser un villano de verdad, al menos, con su sucia apariencia ya espantaba. El villano, con tres pasos largos llegó a la barra sólo para leer el anuncio que decía: Ya no hay Seven Up. La boca le apestaba, sacó su pistola plateada hacia el cantinero, quien con la mirada le indicó que Juan tenía la última. Y se vino un duelo de miradas: el cantinero a Juan, Juan al villano, el villano al cantinero y así sucesivamente. Era tanto el silencio que sólo se escuchaba rechinar un colchón en el segundo piso acompañado de un actuado gemido. Al menos el piano ya no sonaba. El villano, con el índice en el gatillo, lentamente se fue caminando hacia Juan. La reacción de Juan fue tomar lo más rápido posible. La sorpresa de ese acto hizo que él villano se detuviera. Juan no despegaba su boca de la botella, daba los tragos lo más largos posible. Contuvo varios eructos, controló la comezón que el gas le daba en la nariz, y seguía tomando. A este cabrón le valió madres, pensó el villano, quién seguía congelado ante la osadía de quien tomaba de la botella. Al menos moriría sin sed, pensó. El ritmo con el que tragaba, era el mismo que traían en el segundo piso. Si es obra, ya pueden aplaudir, pensó Juan. Dio el último trago, y se dijo: ora si, que me lleve el diablo. Al instante en que puso la botella en la mesa, un nuevo ritmo sonó: Sheryl Crow y Kid Rock cantaban una canción acerca de una fotografía. ¿Rock? ¿Country? El piano estaba sin el pianista, la barra sin el cantinero. Tan rápido como pudo volteó a buscar al villano, tampoco estaba. La hermosa voz de Sheryl hizo que Juan girara su cuello, cuál avestruz, hacia el escenario donde los dos artistas cantaban. Sheryl le sonrió, lástima que ya no quedaba ni un trago de Seven Up, no supo que hacer ante esa sonrisa. Hay sonrisas que desconciertan. De nada estaba seguro.
Kato Gutiérrez © 2013
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