
Ninguno de los dos debía de estar ahí en ese momento, en ese lugar, en ese aeropuerto.
El vuelo de él llevaba seis horas de retraso. Ella estaba en la terminal equivocada. A veces la vida es un enjambre.
Toda la ropa de ella de color negro, de seguro para que contrastara con lo blanco de su piel y las toneladas de zafiros que se le habían metido a sus ojos. Tacones altos con un traje sastre y un perfume que tenía saliva de ángeles. Ella camina con la prisa de quien sabe que el éxito está en la siguiente puerta. La mirada hacia el frente clavada en la nada, como si no existiera otro ser vivo en el planeta.
Él está parado en medio del pasillo, distraído, para variar diría su padre, frente a la terminal cincuenta viendo por quincuagésima vez con la boca abierta el anuncio en la pantalla que decía “Vuelo retrasado”.
Ella sale de la nada, como las diosas, como los regalos, como el sol. Él apenas y puede girar su cuello y colgar sus ojos en aquella frente blanca, la más hermosa del mundo. Él que es corto de palabras no comprende porque su boca está emitiendo unos sonidos y le dice:
– Mataría por ti.
Francés, de seguro me va a contestar en francés. ¿Por qué no hay palabras que signifiquen lo mismo en todos los idiomas? En ese momento, en las bocinas del pasillo que está infestado por seres humanos suena Claire de Lune de Claude Debussy. Con esas notas perfectas del piano y del violín empieza a caer lluvia color rosa, los ventanales de la terminal se llenan de humedad. T o d o s S e M u e v e n En C á m a r a L e n t a. Todos. Todo. Todo menos las células de él, de quien aún no sabemos su nombre. Contra todo pronóstico, debido a la belleza de ella, y los extraños juicios que hace la humanidad en la actualidad, ante todo lo improbable, ella se detiene y lo mira. Ajá, así de loco. Una mujer como ella, detiene su andar, gira su cabeza para voltear a ver a alguien como él:
– No me gusta la violencia.
En silencio, digamos en esos diálogos mentales que tenemos, él no para de decirse que ha sido un pendejo enorme. Pendejo. Pendejo. Pendejo. Sin embargo, tiene una sonrisa escondida atrás de su mandíbula porque desconoce de donde mierdas obtuvo coraje para hablarle a alguien como ella, a quien que parecía no caminar, sino, flotar. La diosa de los miles de zafiros en los ojos. Hablarle a alguien que era tan improbable que apareciera en su vida, alguien tan imposiblemente hermosa, quizá es algo de la poca magia que sucede en los aeropuertos. Ella que deja estela de seres humanos devastados admirándola.
– Moriría por ti.
– ¿Qué tienes tú con la muerte? ¿Esa esa tu mejor línea para llamar mi atención?
Ella da otro paso, se aleja un poco más y la oscuridad va llenando el espacio.
– No sé ¿En serio? Que necio entonces.
Ella sonríe mientras gira sus manos apuntando sus palmas al cielo, atrayendo relámpagos azules. Y es ahí mismo cuando él, por más pendejo que está, por más solitaria que sea su vida, ahí es cuando capta que tiene un mínima posibilidad de extender la conversación. Porque por más tímido que es, sabe que cuando una mujer sonríe, miles de estrellas explotan. Tan ínfima la posibilidad como encontrar un grano de arena azul en el desierto más mierda que te puedas imaginar. Una sílaba más que le saque de esa boca recta, precisa. Una mirada que le robe. Algo, maldita sea, algo que salga de ese cuerpo inmaculado. Aunque sea unas gotas de saliva.
En un congestionamiento de dudas e incertidumbre da un paso corto, o quizá ella se detiene sorprendida. Se acercan, él se enamora al instante, ahí mismo, claro que sí, sí hay amores así.
– ¿Entonces no sabes qué decir? Tienes un segundo para decir algo
El estático. Mudo. Hecho un puñetas enorme.
Suena Hey now de Romare, vaya que hay buena música en esa terminal.
Ella tiene que tomar un vuelo largo a Estocolmo porque va a recibir el Premio Nobel de Química por la construcción de un complejo modelo molecular que ayudará a la industria farmacéutica a encontrar diversas maneras de prevenir enfermedades relacionadas con la perdida de la memoria.
Él va a tomar dos vuelos más, el último lo dejará un pueblo ojete del sur del país donde su viejo esta muriendo y a quien tiene años de no ver, porque a veces el rencor provoca demencia.
Ella viene del hotel más lujoso del centro de la ciudad donde pasó los últimos cinco días dando ruedas de prensa en el piso tres, y luego subiendo en elevador hasta el penthouse del piso cuarenta y cuatro en donde pasaba las horas sola repasando su tesis, como si aún no hubiera ganado el premio, como si la humanidad dependiera de su descubrimiento. En esa suite presidencial no podía dormir, hay proyectos que roban el sueño para siempre, sentía lumbre en sus venas, pero estaba sola. Solo charlaba con los empleados de limpieza, que resulta que dos eran hispanos, mexicanos para ser más precisos, y una mujer joven de Zambia, que llegaban a la suite por la mañana y por la noche, y por el mesero, del cual nunca supimos de donde era porque nunca emitió ningún sonido, solo le llevaba al medio día una ensalada caprese, con la vinagreta a un lado, y por las noches una ensalada de betabel con espinacas, naranja y miel orgánica.
Él viene del suburbio sur de la metrópoli, donde caminar siempre es peligroso, donde no llegan los taxis. Donde el sol pega más inclinado, con más rencor. Ahí tiene un trabajo que no recuerda el día en que lo aceptó, a veces la vida se ensaña. Viene de ese lugar en el que los días le pasan sobre el lomo y ni si quiera se entera. No cuenta los pocos billetes que le llegan a sus manos porque rápido desaparecen. Digamos que viene de donde le había tocado estar. Ahí donde la vida se lo comió todo. Ya trae cuatro décadas en sus piernas y no tiene idea que hace en este mundo.
Ella sigue alejándose con pasos lentos, está cansada de este tipo de interacciones necias y groseras, aunque hoy este hombre no ha dicho mucho. Repentinamente se detiene, lo mira a los ojos y encuentra algo diferente en la mirada triste de él, quizá por eso sigue ahí cerca…aunque sea por unos segundos.
Suena un anuncio grabado sobre la seguridad del aeropuerto que interrumpe la música de pianos, violines y saxofones que sepa la chingada porque sonaban en una terminal como esa. El ruido molesto de una campana electrónica, o más bien como un despertador le recuerda al hombre los pocos segundos que le quedan de la vida de ella.
Sabiendo que todo sería como siempre, o sea de la mierda, o sea volver a su pequeño cuarto a la soledad de esa puta ciudad, volver a las deudas, al piso con polvo eterno, a las sopas instantáneas, se dejó llevar.
– ¿Qué harás cuando te mueras?
– ¿Estás obsesionado con la muerte?
– ¿Tú con esta vida?
– ¿Qué harás cuando te mueras?
– No sé.
– Ves, ahora tú eres la que no sabes.
Ella ríe con desdén y hace un gesto con sus manos expresando menosprecio.
– Yo te cuidaré.
– No necesito que nadie me cuide.
Ella pierde interés, se aleja un paso más.
– No hay nadie que nunca haya amado
Pum. Explosiones de silencio. Ella ancla sus tacones y abre más sus ojos. Chista con la boca con algo de sorpresa, ladea un poco su cabeza hacia la derecha y lo mira de la punta de los cabellos hasta los zapatos, suspira un poco sin darse cuenta, pero él si lo notó porque la soledad te hace experto en detectar cosas nuevas.
– ¿Crees en los milagros?
– No, soy científica
– ¿Y qué llevemos hablando más de diez segundos entonces qué es?
Otra sonrisa robada.
Ella recuerda cuando su abuelo le enseñó a prender fuego tallando dos pequeñas ramas. Ahora resulta que este desconocido sonríe como su abuelo. Sacude un poco la cabeza para no sentir nada y tratar de ordenar las ideas.
– Traes los zapatos sucios
– Tienes la frente más hermosa del mundo
– ¿Qué dices?
Otra sonrisa robada, ahora acompañada de una expresión de sorpresa que deja descubierta su lengua color rosa claro, y se alcanzan a ver unos dientes que lanzan rayos de luz. Ella trae un perfume que va destruyendo moléculas de oxígeno. El tiene más de quince años de no usar ninguna loción.
Un silencio incómodo. Dos silencios incómodos. Tres silenc…pero no dejan de sonreír y mirarse directo a lo ojos. Él no sabe que hacer. Duda en si pedirle su número de teléfono, su perfil de Instagram o su nombre.
Ella por primera vez en décadas no está pensando en nada, se perdió en los desiertos de los ojos color miel de él, por milésimas de segundos, pero está perdida, estática. Él también está perdido, pero sí sabe porque.
– ¿A todas les dices lo mismo?
– ¿A todos lo miras así?
Otro silencio incómodo. Segundos callados. Otra sonrisa que se roban. Él no puede creer que le esté sucediendo esto, pero a fin de cuentas nunca pasa nada hasta que pasa. Cientos de personas con prisa y sin vida caminan al lado de ellos. Algunos observan de reojo lo raro que está pasando ahí: Una mujer como ella hablando con alguien como él.
Los dos dicen algo al mismo tiempo, las palabras se empalman, y no entienden nada. Él ríe con nervios, el caos de la realidad se le apareció como tren bala. Traga saliva. Se le sube el corazón a la lengua. Dicen algo otra vez ambos al miso tiempo, no sé entienden nada, de plano ella mejor sonríe y se aleja, menea su mano diciendo adiós pero no lo deja de mirar, él apenas puede respirar…Quizá fue toda la tristeza del universo que ella vio que se le estaba metiendo al pobre hombre, pero para sorpresa de todos, ella gira y se regresa. El hombre sabe que es su última oportunidad y agarrando valor de hasta de abajo de sus uñas apenas murmura:
– Si me miras bien no somos desconocidos
Ella sonríe con los ojos, le dice algo al oído, se da la media vuelta y se va.
Kato Gutiérrez, ©2023